“«Y ustedes ¿quién dicen que soy Yo?» les preguntó” (Lucas 9:20)
Todos deberemos enfrentar esa pregunta de Jesús, tarde o temprano.
¿Quién dicen que soy Yo? Es una pregunta que se responde individualmente. No importa si viviste toda tu vida en una familia cristiana; la pregunta no es para tu familia, es para ti. No importa si asististe muchos años a una iglesia; la pregunta no es para la iglesia, es para ti.
El asunto es la identidad de Jesús. Tu respuesta presente a esta pregunta determinará tu futuro eterno. Jesús te pregunta en este mismo momento: ¿Quién dices que soy Yo?
Quizás te incomode la pregunta o quieras posponerla para más adelante, pero no hay garantías de que volverás a encontrarte con esta pregunta después. Piensa hoy en la identidad de Jesús. ¿Es en verdad el Cristo? ¿Es el Salvador?
Sus milagros, sus enseñanzas, su muerte y su resurrección demostraron que Él en verdad es el Hijo de Dios, el Salvador de los pecadores. No solo salvó, sino que salva y salvará a todo el que viene a Él en arrepentimiento y fe. ¿Crees eso?
Jesús preguntó sobre lo que las personas pensaban de Él, pero luego miró a los suyos y les preguntó lo que ellos pensaban. No importa lo que otros piensen de Jesús: la sociedad, tus amigos o tu familia. Oye una vez más la pregunta de Jesús exclusivamente para ti: ¿Quién dices que soy Yo?
Algunos ignorarán la pregunta, otros se equivocarán en la respuesta, pero otros afirmarán correctamente como el apóstol: “Y Pedro le respondió: «El Cristo de Dios»”.
Y si ya has creído en Jesús como el Cristo de Dios, ¿sigues creyendo hoy? ¿Es esa verdad sobre la identidad de Jesús lo que dirige tu vida hoy? ¿Es tu respuesta a esa pregunta tan vibrante hoy como lo fue en su primer momento?
Que la pregunta de Jesús nos provoque a un momento de reflexión y examinación personal. Que podamos oír con oídos renovados sus palabras: “«Y ustedes ¿quién dicen que soy Yo?»”.
Señor, cuán fácil se me olvida quién eres cuando veo las tormentas en mi vida y llegan dificultades imprevistas. Concédeme la gracia de poner mis ojos en el Salvador, de que mi corazón responda: “Tú eres el Cristo”, y que no solo sea una mera respuesta de labios, sino que sea el cimiento de mi esperanza.