«Ella cada día se despierta con una sonrisa, feliz» –comentaba mi esposa acerca de nuestra hija Paz, que tiene tan solo tres meses de vida, mientras caminábamos en la tarde.
Quizás -pensaba yo-, lo que sucede es que ella no tiene conocimiento ampliado sobre el mundo, no conoce los detalles sobre la vida humana, la aflicción, el sufrimiento, el dolor, todo lo que se encuentra en este mundo bajo el pecado. Ella despierta, y ve a su madre, ve a su padre, está cuidada; sus padres la alimentan, la protegen, la defienden, y están con ella siempre… Ella no debe preocuparse -concluía en mi mente- tiene todo lo que necesita para ser feliz.
Pero por un momento me detuve a pensar… ¿y qué de mi? Yo soy un cristiano, he sido salvado del pecado por la gracia de Dios… y en verdad, no conozco todos los detalles de la vida debajo del sol, no conozco todos los detalles de mi salvación, ni conozco lo que me depara el día de mañana… pero, a la vez, tengo un Padre Celestial que cada día me cuida, me alimenta, me protege, me defiende, y está conmigo siempre… ¿de qué debo preocuparme? ¿acaso no tengo todo lo que necesito para estar feliz cada día al despertar?
El gozo más grande del cristiano es saber que su vida está en Cristo, ¡y nada, ni nadie, lo podrá separar de ese amor maravilloso! Por qué no pensé eso inmediatamente cuando oí ese comentario de mi esposa… no sé, ¿no será que a veces en el afán diario perdemos de vista lo más importante? Que hemos sido salvados por medio del sacrificio de Cristo en la cruz de la ira justa y el justo juicio de Dios que nos esperaba. Por gracia. Y que mirando la eternidad, ¡es lo más importante! Estaré por siempre en la presencia gloriosa de mi amado Dios. Miramos demasiado lo «micro» que nos perdemos el gozo inmutable de la realidad «macro» que está por encima de nosotros.
Hay cosas que mi hija con su conocimiento y yo con mi conocimiento, tenemos en común: mi hija no sabe lo que su padre sabe sobre la vida. Yo tampoco sé lo que mi Padre sabe sobre la vida. Mi hija no debe preocuparse por nada de su sustento ni de su abrigo porque su padre sabe de qué tiene necesidad. Yo tampoco debo preocuparme, porque mi Padre sabe de qué tengo necesidad. Mi hija no sabe cuánto su padre la ama. Y yo tampoco sé cuánto mi Padre me ama. Aunque, a decir verdad, la Biblia me muestra una medida: de tal manera me amó que entregó por mi a su Hijo (Jn. 3:16).
Jesús nos anticipó: « Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Jn. 16:33); en el mundo tendremos aflicciones, vamos a atravesar dolores y sufrimientos. Pero Jesús nos da un contraste de gran gozo: Él ha vencido al mundo. Ante la realidad cotidiana de aflicciones, Jesús nos muestra una realidad mucho más trascendente: su victoria. No perdamos de vista lo más importante, no nos distraigamos de las verdades más generales y básicas, pero que a la vez, son las columnas de nuestra fe. Una salvación tan grande no nos debe de dejar de maravillar cada día. No perdamos de vista lo que al final de cuentas marcará la diferencia:
«El que tiene al Hijo tiene la vida, y el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1 Jn. 5:12).