La soberanía de Dios no anula o disminuye nuestra responsabilidad humana de esforzarnos al máximo. Lo que hace, es darle a ese esfuerzo un propósito y significado mayor al que nosotros podemos entender. Nuestro deber sigue siendo que hagamos todo lo que tengamos a mano según nuestras fuerzas, y Dios seguirá, soberanamente, poniendo a nuestra mano todo lo que sea conforme su plan y dándonos fuerzas conforme su propósito. Mientras corremos, Dios provee la energía que necesitamos y ubica cada una de nuestra pisadas en el camino que preparó de antemano, sin que nos demos cuenta de ello.
La soberanía de Dios corre más rápido que nosotros, no debemos intentar alcanzarla o entenderla, debemos dejarla ser, jamás alcanzaremos su velocidad o entenderemos sus direcciones a plenitud. Nuestra tarea es correr la carrera que se nos ha trazado con el mapa que se nos ha dado. Mientras tanto la soberanía de Dios, moviéndose a la velocidad de la luz, va y viene al lado nuestro sin que lo notemos. Y en lo que para nosotros es simplemente nuestra próxima pisada, en la velocidad de la soberanía, nuestro pie es direccionado para el lado que ella quiere, a la vez que deja que nuestra fuerza nos impulse a darlo. Por lo tanto corremos con toda nuestra fuerza, y la soberanía de Dios nos lleva donde ella quiere.